La queja.
Esa agotadora forma de expresarse que emplean tantas personas y que acaba por erosionar el ánimo de quienes se relacionan con ellos. ¿Te suena?
Quien vive instalado en la queja le encuentra una observación a todo lo que le sucede y acontece; y también a todo lo que a los demás les sucede y hacen. Estas personas, las quejicosas, despliegan en acción y expresión inconsciente una de las más perniciosas actitudes que podríamos haber incorporado a nuestras vidas. Quien se queja vive en un vacío desalentador y, tristemente, con la boca cargada para disparar contra el contexto, las circunstancias o quien sea, con o sin razón, con comentarios cargados de un fondo de ingratitud y protesta envueltos en una sufriente actitud.
Las personas que viven instaladas en la queja, en realidad están protestando de su propio victimismo y de la honda frustración que ese victimismo les genera. Están reconociendo de manera implícita que las circunstancias, acontecimientos o vicisitudes habidas les sobrepasan, las cuales les dejan incapacitados para reaccionar con buena disposición y que, carentes de una mirada positiva sobre dichas situaciones, les impactan de lleno en sus incumplidas expectativas.
Las personas quejicosas, en realidad vienen a decir que se niegan a aportar una actitud positiva u optimista -que es dar lo óptimo de uno mismo- ante la oportunidad de darle la vuelta emocional a una situación y, por ello, se embarrancan culpabilizando a los otros del inconveniente o adversidad vivida mientras se preparan para un futuro conflicto que saben acabará por llegar tarde o temprano. Quien se queja necesita protagonismo y lo adquiere luciendo su victimismo.
La queja constante delata en escasez de madurez emocional a quienes la practican; denota muy limitada humildad y ponen en evidencia su rigidez mental y actitudinal por la manera en que reaccionan ante imprevistos o lo que consideran debería ser o suceder según lo esperaban o tenían construido en su mente. Quienes se quejan, de alguna manera quieren que las situaciones se resuelvan o se desarrollen según su manera de entenderlas y no de otro modo, pues a su manera es la manera en que creen que obtendrán una sensación de seguridad que anhelan de continuo.
Quienes se quejan ponen de manifiesto a voces su inseguridad, así como la baja autoestima que padecen por tener un flaco autoconcepto. Esto les lleva a la inconsciente búsqueda de satisfacción de unas expectativas que escasas veces llegan a declarar. Estas personas están pidiendo de manera indirecta que el entorno o contexto les haga caso y se adapte ellos en vez de que sean ellos quienes, desarrollando flexibilidad, se adapten a los acontecimientos.
Quien tiene el mal hábito o la desalentadora costumbre de quejarse, lo hará en todas las circunstancias; cuando falta porque hay poco y cuando hay porque es demasiado; cuando hace calor, porque hace calor y cuando hace frío, porque hace frio. Si tienen un trabajo se quejarán del trabajo y si están sin actividad porque están sin actividad. Esta actitud les impide obtener el aprendizaje de cada situación vivida ya que se quedan en el sufrimiento del que son víctimas. Tampoco son capaces de vivir en su presente; tienden a aferrarse al pasado o a huir hacia el futuro. Ambos extremos les produce estrés y ansiedad.
Es obvio que es imposible vivir sin quejarnos en algún momento, pero lo que sí podemos hacer es transformar la queja en una doble oportunidad de relacionarnos mejor con las personas y para obtener un crecimiento personal con el que mejorar la relación con nosotros mismos.
Cuando nos quejamos, nos perjudicamos y perjudicamos la relación con quienes vivimos la situación que nos impacta. Cuando con serenidad y aplomo explicamos lo que nos desagrada o quien nos ha provocado una molestia detallando los acontecimientos de manera objetiva y cómo nos impactan, estamos abriendo una puerta al entendimiento. Esto se llama “reclamo productivo” y es necesario para una sana comunicación y entendimiento recíproco entre personas. Este pequeño paso es la base de una comunicación de calidad despojada de la agresividad intrínseca a la queja.
Puesto que la queja va generalmente vinculada a la frustración y/o al enfado, resulta prioritario y fundamental explicar nuestro enfado/queja, en vez de demostrarlo. Quien demuestra su enfado/queja, lo único que logra es generar malestar y abonar el terreno de la discusión y el enfrentamiento, lo que generará nuevas quejas y mayor victimismo.
Cuando explicamos en conversación asertiva lo que nos sucede y aportamos detalles de lo que nos generó la molestia o lo que nos metió en el estado de crispación y lo hacemos con un tono de conversación calmada, estamos dándole la vuelta a la tortilla para, en vez de ser parte del problema por la mala actitud, convertirnos en parte de la solución por nuestra nueva disposición emocional y actitudinal. En este paso, es fundamental contemplar la situación desde la humildad, en vez de hacerlo desde el ego victimista.
Otra manera de acabar con la queja es sustituirla por el agradecimiento. Donde antes nos quejábamos de algo que nos molestaba, ahora daremos las gracias y estaremos agradecidos por encontrarnos en una situación que, observándola bien, seguro tiene matices positivos; bastará con bajarse del burro del victimismo y dejar de protestar mientras estamos subidos en él.
En el momento en el que dejamos de quejarnos, transformamos la pesadumbre, el hartazgo y el desgaste emocional en quietud interior y buen ánimo, lo que además contribuye a la automotivación. Donde antes había un discurso derrotista ahora tendremos la oportunidad de desarrollar un discurso esperanzador y positivo que nos movilizará a seguir viendo lo mejor de cada situación y a ir dando lo mejor de nosotros mismos día a día. A partir de aquí, sólo hace falta perseverancia, disciplina y un permanente ejercicio de buscar lo bueno -que lo hay, y mucho- en todo lo que nos acontece.
Vivir en la queja es irresponsable; vivir en la gratitud y la mirada positiva es responsable.
¡Tu escoges dónde quieres vivir!
Un abrazo.
B.